domingo, 28 de febrero de 2010

Night Train (G n' R)



Deborah aprobó todos los exámenes del primer cuatrimestre de su carrera. Seguro que le da la risa floja cuando escucha hablar a la gente decir que en las universidades privadas te regalan los aprobados.

Yo, por mi parte, sólo me he presentado a 3 exámenes y aún tengo que esperar un poco para saber las notas. No pretendo sacarme el primer curso este año, prefiero ser realista e ir sobre seguro, pero lo cierto es que Debo me ha dado mucha envidia, primero por su disciplina a la hora de encerrarse día y noche en una biblioteca, (eso cuando puede, claro, que ella encima tiene que compaginar sus estudios con un trabajo de 8 horas) y segundo porque ella puede ir a clases presenciales. Yo tengo inútiles tutorías una vez por semana que encima me pillan a una hora de distancia.

Para ir a Lavapiés, me apeo en Atocha y bordeo el Reina Sofía, haciéndome la promesa de entrar a visitarlo de una vez.

Cuando vuelvo de las clases, si llueve, entro por la puerta que da al pasillo del Ave y los trenes de largo recorrido hasta que llego a la zona de los cercanías para volver a Torrejón. Cada vez que paso por ese pasillo me acuerdo del día que vino Meritxell desde Barcelona y nos tomamos un café y en la suerte que tuvimos de poder encontrar un hueco para vernos, aunque solo fuera para un encuentro fugaz.

Y también, con algo de nostalgia, pienso en los antiguos trenes de largo recorrido.

Cuando me fui a vivir a Cambrils, la única forma barata y rápida de viajar para volver a casa eran los trenes nocturnos. El tren Estrella, creo que se llamaba. Tardaba algo menos de 6 horas. Eran trenes viejos, lentos, con bastante paradas y muy incómodos. Pero eran baratos y compensaba.

Recuerdo las travesías Madrid-Tarragona y viceversa. Los andenes y el viaje te enseñan a ser paciente.

Los compartimentos eran de 6 u 8 personas, con sólo un reposabrazos por asiento a compartir con el de al lado. Cuando se hacía de noche apagaban las luces y si decidías quedarte y eres insomne te tocaba aguantar, mano sobre mano a oscuras con un montón de desconocidos, sus ruidos, olores y demás, y en silencio.

Yo acostumbro a viajar con un buen libro, así que lo cogía y me iba a la cafetería. Allí se podía fumar, había luz y tenían servicio de bar hasta las 2. Rara era la vez que he podido estar más de 10 minutos leyendo. El encanto de esos trenes era la gente que se conocía allí. Las historias que contaban los revisores, por ejemplo, no tenían desperdicio.

Recuerdo una vez que me encontré con una estrella del rock. Eran más de las 3 de la mañana, la cafetería no estaba tan concurrida como otras veces. Recuerdo que cuando entré sólo estaban tres personas, él con una chica a cada lado y la barra llena de latas de cerveza. Las había comprado todas antes de que cerraran el bar.

Me senté al lado de una de las chicas y me ofrecieron una y acepté. Les escuché hablar en silencio, y entonces supe que él era “alguien” y las chicas un par de fans. Ante mi ignorancia, pregunté y me alegró saber quién era, en algún momento de mi adolescencia, sus canciones habían sido algo grande para mí, pero nunca le había puesto cara a aquella voz y me gustó encontrarla.

Me gustaban esos trenes. Siempre pasaba algo interesante.

La modernidad acabó con ellos. Ya no hay trenes baratos. Ahora están esos ridículos Talgo, Alaris o como se llamen. Que acabaran con los compartimentos-gallinero no está mal, los asientos son cómodos, amplios y verdes. Al que elige la programación de video habría que colgarle del palo mayor (pero eso es otra historia), y cuando no echan nada, en la pantallita hay un mapa con el recorrido del tren, el punto por donde vamos, el tiempo que queda para llegar, la temperatura exterior y la velocidad… ¿para qué tanto dato? Te hacen pensar sólo en llegar, a mí, personalmente, me angustia.

La cafetería es pequeña, con unos pocos taburetes, muy limpio todo, sin mesas ni nada donde poner un libro. Ni jugar a las cartas con otro pasajero ni nada de nada. Ni que decir tiene que ya no se puede fumar que, bueno, eso en parte no me importa demasiado, pero en un viaje se agradecía tener un rincón donde poder echar un cigarrito.

Las únicas opciones de sociabilidad son el compañero que te haya tocado en el sillón de al lado, que como no sea un buen conversador vas apañado todo el camino (mis mejores deseos para aquella señora de Zaragoza que iba a visitar a su hermana que estaba enferma, pero ¡Jesús, que viajecito me dio!) o el camarero del bar, si es que está de buenas y no hay mucha gente a quién atender.

Mis últimos viajes en tren han sido tristes, aburridos y caros (sobre todo esto último), y me alegro de haber vivido una época, aunque ya se haya acabado, en que se podía viajar a un precio razonable y encima acababas con un montón de historias en los bolsillos.